Opinión | Dramatis Personae

La conversación

Una noche cualquiera en un pub gallego.

Una noche cualquiera en un pub gallego.

Quizá nos hubiésemos cruzado antes, en alguna calle o cafetería. Quizá habíamos compartido, sin saberlo, la sala a oscuras de un cine o nos habíamos avecindado en la playa. Apenas reparamos en los cientos de rostros que nos atraviesan cada día. De apenas un puñado sabemos el nombre o su vaga ubicación en nuestra memoria. Transitamos por la existencia eludiendo mayormente las ajenas.

Lo cierto es que nunca nos habíamos visto, creo, y posiblemente jamás volvamos a vernos. Si acaso nos reencontramos, eludiremos la mirada incómoda del otro y fingiremos desconocernos. Durante unos cuantos minutos, en una esquina de un pub vigués, fuimos los más íntimos, sin embargo. Nadie tan afín como nosotros.

Me había acodado sobre la gramola, observando el paisanaje. Él se dirigió a mí con una broma sobre mi melena y su calvicie. Algo más bebido que yo, pero ninguno de los dos en exceso, en ese punto justo en que la desinhibición alivia el protocolo social. En algún momento la conversación se convirtió en confidencia. Me habló de la enfermedad de su madre, de las querellas con sus hermanos, de los amores que se han perdido, de las oportunidades que ha extraviado...

Cada cierto tiempo me pedía perdón por las molestias. También una amiga intentó rescatarme de lo que debía parecer un tostón insolicitado. Pero yo me notaba extrañamente bien asomándome a esa vida como un cura en su confesionario o un psicólogo ante su diván. Tan pagado en general de mi propia voz, tan adicto a interrumpir, esta vez me quedé allí, sólo asintiendo o mencionando algún consuelo. Me sentía útil y a la vez agradecido por su confianza, aunque sus revelaciones obedeciesen más a su urgencia que a mi receptividad.

Cualquier acto de auténtica conexión, incluso el más anodino en apariencia, constituye en realidad un pequeño milagro. Una verdad que necesita ser dicha atraviesa el éter, o se escribe, y cuaja como el esperma que fertiliza al óvulo. Se antoja sencillo pero resulta extraordinario y es, de hecho, infrecuente en esta época. Nunca habíamos dispuesto de herramientas de comunicación tan poderosas y nunca nos habíamos sentido tan aislados. Cada vez hablamos más para expresar menos. Acudimos a las redes sociales a gritar consignas y a oírnos a nosotros mismos. Preferimos los espejos a las ventanas. Nos recitamos lo que conviene, en las oficinas y las salas de estar; no lo que importa, que se nos ulcera en las entrañas. Interrogamos sin aguardar respuesta. La mejor pregunta es siempre la que no se pronuncia, como bien sabía Jesús Quintero.

«Me di cuenta de que no estaba escuchando a nadie porque estaba pensando todo el tiempo qué iba a replicarles», cuenta el ambientalista John Francis. Así que decidió dejar de hablar. No abrió la boca en 17 años. Descubrió que la gente decía «cosas a las que realmente debía haber atendido».

No recuerdo cómo nos despedimos. Supongo que simplemente nos dimos la vuelta, sin concretar ese adiós. Nunca nos habíamos visto y posiblemente jamás volvamos a vernos, pero durante un instante nos sentimos unidos en medio del ruido que nos rodeaba. A veces, para comprenderse, sólo se necesita un poco de silencio. Basta con eso.

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents