Opinión
Abril en Portugal, la revolución global
Cada abril, Portugal recuerda a un clavel, a una rosa despeinada, abierta a la brisa refrescante, clarificadora de las libertades que se hacen ya mayores con su llama perpetua de homenaje a la democracia, a lo luso que es ibérico europeísta, a lo oceánico, puerta de mundos.
Estamos ante un mundo trasatlántico, mascarón de proa de Europa, con el puente de mando en Lisboa, la sala de máquinas en Oporto y ese bellísimo mascarón de proa que es Faro. El pabellón de recreo de este hermoso buque es una nación paraíso que invita al placer por pecar de belleza: se hace milagro en Fátima; cultura en Braga, en Almada; vino en Vila Nova de Gaia; universidad en Coimbra; playa en Setúbal o en Póvoa de Varzim; isla en Funchal; historia en Guimarães ; museo y arqueología en Évora; cosmopolita y sofisticada en Estoril o en Cascais. Todas las adjetivaciones son intercambiables porque no existen calificativos positivos y hermosos suficientes para describir una tierra que se admira, que se acaba por amar como a la de uno mismo, un espacio se espeja en el Duero, en el Tajo, en mil ríos o en el inmenso Atlántico, como paisaje fértil, degustable, casi comestible...
Uno quisiera poder abrazar, uno a uno, a ese pueblo que en su conjunto es humilde, sereno, educado, culto y parte de la gran historia del mundo, del ancho orbe; un país hermano que, con España, anunció a todas las naciones que el mundo era mundo.
El 25 de abril de 1974, Portugal proporcionó un hecho histórico inolvidable, la revolución más hermosa, la de los Claveles. Hizo florecer las armas y conquistó una democracia sin heridas, lo que España ejemplificó un año después con la más bella Transición. Nuestras vidas se espejaron de nuevo, como lo hacen en los ríos que no separan en fronteras, sino que tras delimitarlas administrativamente, nos unen en hermandad, en historias compartidas, en sentirnos parte de un destino casi igual, con los matices propios de dos pueblos inteligentes, evolucionados, modernos, capaces, vanguardistas, creativos, llamados a entendimientos mayores, a conocerse mejor, a seguir ofreciendo lecciones a ese mundo.
Ese genio, extraño y sabio, que fue Miguel Torga, dejó escrito de su tierra: «Explicar al mundo la naturaleza de nuestra lengua, el camino de nuestra historia, la terrosidad de nuestro suelo, la seriedad de nuestro paisaje, la intimidad de nuestra literatura, la grandeza de nuestros santos, la ferocidad de nuestros héroes, la humanidad de nuestros ladrones y el ingenuo charlatanismo de nuestros políticos es, sin duda, la manera más honrada de conversar en el mentidero universal y de lograr la comprensión de los oídos ajenos». De España podemos decir lo mismo o casi lo mismo.
Es abril en Portugal y primavera como en España. El mundo aquí florece, afectado sí por la confusión general, pero regado por la esperanza de los pueblos recios y asentados en la verdad de la vida, acostumbrados a pisar la tierra y a ararla con mimo, a navegar mares y a extraer sus riquezas, a vivir con la resolución que reclama cada día. Juntos nos sabemos más y mejores. Esa es también nuestra característica. El otro existe.
Eduardo Lourenço, ensayista, profesor universitario, filósofo e intelectual portugués, escribió sobre su tierra: «Pequeña nación que era más grande de lo que los dioses en general permiten, Portugal necesita esta especie de delirio manso, este sueño despierto que a veces se parece al de los visionarios (Voyants en el sentido de Rimbaud) y, en otras ocasiones, a la pura inconsciencia, ser igual a ti mismo. Pocas personas serán como nosotros tan íntimamente quijotescas, es decir, tan indistintamente Quijote y Sancho. Cuando se soñaron sueños más grandes que nosotros, hasta la parte de Sancho que nos arraiga en la realidad siempre está dispuesta a tomar los molinos por gigantes. Nuestra última aventura quijotesca nos quitó la venda de los ojos y nuestra imagen es ahora más serena y armoniosa de lo que podría haber sido en otras ocasiones. Pero los sueños no nos cambian.»
En abril, siempre en realidad, soñamos con Portugal. Es una forma de renacer a la propia esperanza latina, ibérica, de la fe en que un mundo mejor es posible. Hace falta una revolución global de humanidad.
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