Opinión
La gran aldea de Vigo

El ganadero Sito Oliveira en su granja de Coruxo con varios de los bueyes que cría / Alba Villar
Vigo es una ciudad única en muchos sentidos. ¡Qué les voy a contar a ustedes! Pero hay una singularidad que sobresale: basta con salir del casco urbano y dar un paseo por el rural para apreciarla. Porque Vigo, la primera urbe de Galicia, el motor industrial de la Eurorregión, con sus fábricas, su puerto, sus edificios, su casco histórico empedrado, sigue siendo, en el fondo, una gran aldea. Y para bien.
Hoy hay más vacas, cerdos, cabras, ovejas, gallinas y caballos que hace cinco años, como nos recordaba recientemente Patricia Casteleiro en un reportaje ilustrado con dos espectaculares bueyes criados por Sito Oliveira en la parroquia de Coruxo. ¡Qué maravilla de animales! El rural vigués está más vivo que nunca.
Apuesta por el rural
Si es que no hay huevos como los de casa (por algo hay casi 2.500 gallineros registrados). Ni carnes, ni tomates, ni lechugas, ni patatas… Pero intuyo que esta renovada apuesta por la crianza de animales no tiene solo que ver con el sabor, inigualable, ni con el posible negocio —aunque habrá quien venda a terceros para ganarse unos euros—, sino con el ahorro de las familias, con llegar a fin de mes.
Con la docena de huevos por encima de los 3 euros, mantener el gallinero de toda la vida —los que pueden, claro— empieza a salir a cuenta, ¿no creen? La despensa de la aldea ha ganado peso, sobre todo tras la pandemia, como refugio contra la inflación. En Galicia —no encontré el dato por municipios—, casi 400.000 familias siguen ahorrando en alimentos gracias a sus huertas y explotaciones ganaderas familiares. Más rico y más barato.

Niños dando de comer a animales en un huerto urbano en Teis. / P. Martínez
No sé si será porque crecí en una casa donde se criaban animales y se trabajaba el campo, pero esta vuelta a los orígenes, a cultivar y criar lo que uno se lleva a la boca, creo firmemente que influirá para bien en la educación de nuestros hijos, y en su salud. En una época en la que muchos pequeños creen que la leche sale de la nevera o del súper, redescubrir esta forma de vida más tradicional, más sana y también más dura (porque a la bichería se le coge cariño y hay que sacrificarla) es positivo. Por eso hay que incentivarla, protegerla.
Pocas cosas me provocan más ternura que ver a mis hijos con su abuelo en el gallinero recogiendo huevos o dándoles de comer unas folliñas de verdura a los conejos. Es una vuelta a la esencia. En un mundo cada vez más desconectado de sus raíces, el rural vigués resiste y florece, recordándonos que el progreso no está reñido con la tradición. Mantener viva esta esencia no es solo una cuestión de sabor o economía, sino de identidad y cultura. No hay futuro sin pasado ni modernidad sin memoria. Y en cada huerta, en cada gallinero, en cada niño que aprende de sus padres y abuelos el valor y el trabajo de la tierra, se cultiva algo más que alimentos: se preserva una forma de vida que merece ser protegida.
Claro que sí, ¡viva la gran aldea de Vigo!
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