La huella imborrable de un gallego universal

José Luis Martínez-Almeida, alcalde de Madrid. / FDV
José Luis Martínez-Almeida
En la historia aparecen de vez en cuando algunos elegidos que, por su genio y capacidad de trabajo, más el hecho de estar en el momento y el lugar precisos, dejan una huella imborrable. Tal es el caso del arquitecto gallego Antonio Palacios Ramilo (Porriño, 8 de enero de 1874 - El Plantío, 27 de octubre de 1945), una de las figuras que más contribuyó de forma evidente y magnífica a hacer de Madrid, en el primer tercio del siglo XX, una gran metrópoli que se adaptaba a los profundos cambios de todo tipo que se estaban produciendo.
En esas tres décadas la capital de España se transformó, dando un enorme paso adelante. Surgieron edificios adecuados a los tiempos modernos con nuevas tipologías, como los de oficinas, de grandes proporciones para empresas que se habían agigantado y disponían de un mayor número de empleados, o los grandes almacenes para un público que veía cómo el comercio y las fábricas habían multiplicado la oferta de los más diversos productos. La casa Matesanz de la Gran Vía, de 1921, un “edificio comercial a la americana”, según el propio Palacios, responde a esta tipología, como la Casa Palazuelo, en Mayor 4.
Apareció además un nuevo medio de transporte, con la asombrosa particularidad de que era subterráneo: Alfonso XIII inauguró la red de Metro de Madrid el 17 de octubre de 1919, año en el que, por cierto, se convocó el concurso para la construcción de la nueva sede del Círculo de Bellas Artes. Palacios, a veces en colaboración con su socio Joaquín Otamendi, fue uno de los actores principales de esas novedades que configuraron el Madrid que hoy admiramos.
La importancia de este gallego universal para la ciudad de Madrid justifica que el Ayuntamiento que presido haya celebrado el 150 aniversario de su nacimiento por todo lo alto, con exposiciones, conferencias, coloquios y visitas guiadas a sus muchos edificios madrileños, algunos abiertos al público expresamente para esta ocasión. A modo de ejemplo, entre los programas municipales actualmente en marcha se encuentran “Espacio, luz y color. Construyendo una metrópoli con Antonio Palacios”, un itinerario interactivo que se inicia en el Palacio de Cibeles, y “La utopía de Antonio y Mina”, un montaje teatral en el gran patio central del antiguo Hospital de Jornaleros, con 3.000 plazas gratuitas.
Y justifica, por supuesto, mi visita como alcalde de Madrid a Porriño, la localidad cercana a Vigo en la que Antonio Palacios vio la luz por primera vez, para sumarme a la conmemoración de su aniversario. Porriño está también próxima a Mondáriz, donde proyectó su maravilloso y afamado balneario, pues aunque desarrolló su carrera sobre todo en Madrid, nunca se desligó de su querida Galicia.
La infancia de Palacios transcurrió entre su pueblo natal, donde visitaba con frecuencia las canteras de piedra de su familia, y el norte de Portugal, pues su padre trabajó en el ferrocarril luso. Vivía en los barracones de construcción con su progenitor, rodeado de planos, herramientas, hierro y granito; dibujando puentes, vagonetas o túneles, y demostrando muy pronto que era un dibujante excelente. En 1892 inició los estudios de ingeniería en Madrid, en lo que hoy es la Universidad Politécnica, y posteriormente cursó los de arquitectura. En 1900 obtuvo el título en la Escuela de Arquitectura de Madrid, de la que más adelante sería profesor.
Sin la obra de Palacios Madrid estaría incompleto, y no sería ni tan bello ni tan cosmopolita.
Distinguió Madrid con sus edificios, pero también con su diseño, por su trabajo para el Metro de Madrid, que se prolongó durante casi veinticinco años. En Porriño se conserva actualmente el primer acceso de la Gran Vía, que estuvo en la Red de San Luis hasta 1970.
La capital le debe edificios tan emblemáticos como su primera gran obra, construida entre 1907 y 1919, para albergar la sede de Correos y Telégrafos, el Palacio de Comunicaciones (actual Palacio de Cibeles y sede del Ayuntamiento de Madrid); el Círculo de Bellas Artes; la Casa Palazuelo; el Banco Español del Río de la Plata (hoy Instituto Cervantes, y que se conoció como el edificio de las Cariátides); la Nave de Motores de Pacífico; y el antiguo Hospital de Jornaleros y el Banco Mercantil e Industrial (hoy sedes de la Consejería de Cultura, Turismo y Deporte y de la Consejería de Vivienda, Transportes e Infraestructuras de la Comunidad de Madrid, respectivamente). Sin ellos, Madrid estaría incompleto, y no sería ni tan bello ni tan cosmopolita.
Es tan cierto decir que Madrid no sería igual sin Antonio Palacios como que Antonio Palacios no sería lo mismo sin Madrid
Antonio Palacios lo abarca todo. En sus obras hay elementos neogóticos, neobarrocos, neorrenacentistas, neoclásicos. Aprovechó lo mejor de cada estilo, y sus influencias van desde el regionalismo a la Escuela de Chicago. Fue un genio ecléctico. Fue, es, un gigante. Es el arquitecto de lo grande y de lo pequeño. Sus imponentes edificios están llenos de pequeños detalles tratados con mimo y delicadeza, algo que yo tengo la suerte de disfrutar cada vez que entro en el Palacio de Cibeles. Es también el arquitecto de lo que está arriba, como la azotea del Círculo de Bellas Artes, y de lo que está abajo, como los vestíbulos del metro. Hay además algo en su figura que me emociona especialmente: Antonio Palacios, aparte de un arquitecto irrepetible, es el perfecto ejemplo de cómo Madrid, ciudad en continuo movimiento, se beneficia de su carácter abierto. Ese carácter le permite aprovechar el talento de cualquiera, sin preguntar de dónde viene, al brindar las oportunidades para desarrollarlo. Es tan cierto decir que Madrid no sería igual sin Antonio Palacios (ni sin tantos otros ilustres gallegos que aquí vinieron a vivir y trabajar) como que Antonio Palacios no sería lo mismo sin Madrid.
El Palacio de Cibeles, el Círculo de Bellas Artes y el Instituto Cervantes forman un triángulo excepcional. Están muy próximos, y los veo prácticamente todos los días, por lo que llevo la obra de Palacios en mi corazón. Madrid, Porriño y cualquier punto del mundo forman otro triángulo, porque Antonio Palacios nos pertenece a todos: es un porriñés universal al que recordamos con justo orgullo y sincera admiración.
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