La peste que mató a la madre de "Mosquito" y sembró de impotencia el campo gallego
Nuestra ganadería vuelve a pasarlo mal; la epidemia de EHE (enfermedad hemorrágica epizoótica) se extiende y afectaa más reses de las que oficialmente se computan
El escritor Pedro Feijoo, premio Xerais, relata en primera persona desde su “reclusión” en Rebordechao, en Ourense, la desesperación de los ganaderos.“No queremos limosnas, sino a nuestros animales”

Pedro Feijoo

El Ministerio de Agricultura, asegura que el EHE es una enfermedad vírica infecciosa no contagiosa, transmitida exclusivamente por vectores como el mosquito culicoide, que se activa cuando suben las temperaturas. De hecho –y este es un dato importante–, como entonces informó la propia Xunta, en noviembre del pasado año ya se produjo un episodio significativo en Galicia, con cinco brotes entre las provincias de Lugo y Ourense. Un escenario que, como reclaman ahora los ganaderos afectados, como poco debería haber servido para poner en marcha un plan de prevención y, llegado el momento, de actuación.
Sin embargo, la realidad es que, en estos días aciagos, esos mismos ganaderos apenas pueden recibir la ayuda de los servicios veterinarios del rural gallego, que en las dos últimas semanas se han visto por completo desbordados, particularmente en la provincia de Ourense, donde la enfermedad se extiende.
Nunca está de más recordar que el EHE (enfermedad hemorrágica epizoótica) no afecta a las personas, no es contagioso y tampoco supone ningún problema para el consumo en general. Ahora bien, en los animales enfermos, el efecto es devastador. Porque, a pesar de no ser necesariamente mortal, el EHE implica complicaciones graves para la res afectada.
Al poco tiempo de haber sido infectado, el animal comienza a tener dificultades respiratorias, acompañadas de secreciones nasales y oculares. Tanto el hocico como los labios empiezan a oscurecerse hasta acabar descamados. Con la boca y la lengua llenas de úlceras, la res es incapaz de comer y beber. Además, en el caso de las vacas, éstas dejan de producir leche, con lo que ello supone para las crías. Y, finalmente, febril y anoréxico, el animal fallece hasta en el 10% de los casos. Sin embargo, la mortalidad no es el único problema, ya que, en caso de superar la enfermedad, en ningún momento se garantiza una recuperación exenta de múltiples efectos secundarios.

El efecto del virus sobre el hocico de una res / Sergio Basalo
Disparidad de cifras
Y a pesar de todo ello, una de las denuncias del sector es que la Xunta comunica la información con cuentagotas. De hecho, la última actualización sobre la cuestión se produjo el pasado miércoles día 21, cuando desde Medio Rural se notificó la existencia de cinco nuevos focos, dos en la provincia de Lugo y tres en la de Ourense, elevando así a quince el número de comarcas con focos activos, repartidos entre 195 explotaciones con 381 positivos confirmados. Una cifra que no genera demasiado crédito entre el colectivo de los ganaderos.
Por motivos que no vienen al caso, llevo ya una larga temporada instalado en el rural orensano, integrado en el pueblo como uno más. Y esto me ha permitido tener una visión de primera mano, acerca de lo que está ocurriendo.
Aquí, donde el mundo se llama Rebordechao, no hay ninguna gran explotación ganadera a nivel industrial. En la aldea, entre las dos personas que más cabezas de ganado tienen suman unas quinientas vacas. El resto, algo menos de noventa animales, se reparten entre seis propietarios. Total, unas seiscientas vacas entre todos los vecinos del pueblo.
Sorprendentemente, el número de positivos asciende a 95. ¡Sí, 95! Es decir, solamente en Rebordechao, una aldea en el corazón de la sierra de San Mamede, hay casi cien positivos, de los cuales diez ya han muerto. Así pues, la pregunta que se hacen los ganaderos es apropiada: ¿de verdad cabe creer que de los 381 positivos declarados oficialmente por la Xunta, casi una cuarta parte esté concentrada en una pequeña aldea de poco más de veinte habitantes? ¿Qué porcentaje queda, entonces, para los otros catorce focos afectados? Así las cosas, no cuesta comprender la desconfianza hacia la comunicación oficial y el malestar que se ha instalado en ellos
De hecho, esta incomodidad se entiende mucho mejor al ver que, en lugar de hacer algún tipo de esfuerzo por aclarar una situación a todas luces preocupante, las administraciones optan por desviar la atención. En el caso del gobierno autonómico, hasta ahora defiende que Galicia es “pionera” en cuanto a líneas de apoyo a los ganaderos. ¿Es realmente así? Los ganaderos no comparten ese punto de vista, porque para ellos son claramente insuficientes.
Los 400 euros de compensación por res muerta no cubren los gastos mínimos, se quejan los ganaderos
En la actualidad, las ayudas ofrecidas por Medio Rural en su “línea de apoyo” se concentran, básicamente, en una indemnización de 400 euros por animal fallecido. La respuesta ha sido unánime por parte de los ganaderos consultados: “Esos cuatrocientos euros son lo que son, una limosna. Y nosotros no queremos limosna –me cuenta Iván Basalo, uno de los pequeños ganaderos de Rebordechao–, ¡lo que queremos es a nuestros animales!”
Y, la verdad, tampoco cuesta entender esta respuesta. Tal como me detalla el propio Iván, una cuenta rápida permite comprobar que ya solo los gastos generados por el animal desde el momento en que se declara la enfermedad –costes del veterinario, analíticas (hay que señalar que, tal como me comenta Iván, hace días ya que la Xunta dejó de realizar análisis de sangre), desplazamientos, medicamentos, etcétera– hasta que el proceso finaliza, ya sea con el fallecimiento del animal o no, todos esos gastos se llevan prácticamente la totalidad de la indemnización ofrecida por la administración. Y la situación se complica si a esto le sumamos el hecho de que, por diversos motivos, la cosa no acaba ahí.

El cadáver de una vaca al pie de la carretera. / Sergio Basalo
Primero, porque los ganaderos tienen la experiencia de casos anteriores para saber que esas ayudas, sean de la cantidad que sean, siempre tardan. Aunque se tratase de una cantidad correcta –y no, como en este caso, de una limosna, tal como ellos mismos remarcan–, los propietarios se preguntan cómo han de hacer para asumir los gastos derivados de la enfermedad.
Gastos inasumibles
Por una parte, y en los casos en los que el animal sobrevive, ninguno de los ganaderos sabe qué futuro le espera a esa vaca o a ese buey. En el caso de los machos, y teniendo en cuenta situaciones precedentes, su capacidad para la reproducción no está asegurada, por lo que el destino más probable es el matadero. Y en el de las vacas, si no recuperan la leche, el futuro tampoco es halagüeño.
Para que tengan una visión más cercana de la dimensión del problema, una de esas vacas, si estuviese sana, en el matadero no bajaría de unos 1.800 euros, más de cuatro veces la indemnización que se le está ofreciendo.
Pero si por el contrario, el animal muere, la situación tampoco mejora. En el hipotético caso de que todo fuese tan fácil como sustituir el animal fallecido por otro de semejantes características –que, tal como me explican, es tarea complicada–, una rubia gallega no cuesta menos de 2.500 euros. Y el problema no es solo ese, porque, además, también se deben considerar otras situaciones. Como, por ejemplo, ¿qué pasa cuando la vaca muere justo después de haber parido?

Un prado de Rebordechao vacío porque las vacas están encerradas en los establos. / Sergio Basalo
Una de las vacas de Iván murió apenas dos días después de dar a luz un becerro. Un animal sano pero que, como cualquier recién nacido, necesita bastantes atenciones. Como, sin ir más lejos, mamar. Y he ahí otro problema.
Porque, evidentemente, los animales necesitan alimentarse. En condiciones normales, en esta época del año y con la excelente calidad de los campos de esta sierra, todas las reses estarían paciendo en los infinitos prados que rodean la aldea. Pero los animales enfermos no pueden hacerlo. Débiles, agotados, apenas tienen fuerzas para mantenerse en pie, cuánto menos para desplazarse a los prados. Es el caso de las vacas de Sergio –otro de los ganaderos afectados–, cincuenta animales que ahora mismo apenas pueden salir de sus establos, donde se están alimentando con el producto que su dueño tenía reservado para el invierno. Con lo cual, si sobreviven para cuando llegue el frío, Sergio tendrá que haber repuesto todo ese alimento que, en una situación de normalidad, no se habría consumido.
El huérfano “Mosquito”
Pero nada de eso sirve para "Mosquito", que así es como Iván ha bautizado a su becerro huérfano. En este caso, es el joven ganadero quien tiene que ir dos veces por jornada a alimentar al ternero, biberón tras biberón, hasta los casi diez litros de leche diaria. Aquí, lo único que cabe es ir así, día a día, y mañana ya veremos. Porque, como él me comenta: “¿Y luego qué iba a hacer, Pedro? ¿Dejarlo morir? ¿Abandonarlo? “No” –se contesta a sí mismo, sin dejar de contemplar al pequeño animal con cariño evidente–, de eso nada”.
Iván trabaja en las brigadas forestales. Un trabajo duro. Pero no le importa madrugar todavía más, dormir aún menos. ¿Saben por qué? Porque Iván quiere a sus animales. Y, yo lo he visto, está sufriendo por ellos. Porque siente, como todos los ganaderos del pueblo, que siente que al otro lado no hay nadie que se preocupe por lo que ocurre. Porque se siente solo, abandonado, desatendido. Impotente. Como él mismo me comenta, ese es el principal problema: “En el fondo no se trata de dinero. Es el hastío, el hartazgo de ver que, pase lo que pase, siempre acabamos cargando nosotros con todo”.
Iván Basalo alimenta dos veces al día a Mosquito, un becerro que perdió a su madre por el virus
Instalado aquí, se ve con claridad el error. El distanciamiento en el que como sociedad urbana nos hemos acomodado frente a este tipo de situaciones. Una separación que muchas veces viene dada porque, en el fondo, el tiempo y la ignorancia han hecho que cuaje en nosotros una idea equivocada de lo que es un ganadero: una especie de tratante de animales que hace negocios con otro tratante, ya sea de carne, de leche... De lo que sea. Un tipo que, mientras muerde un palillo y sujeta una vara de arrear bajo el brazo, cuenta un fajo de billetes antes de metérselo en la cartera, apretada en uno de los bolsillos del pantalón de pana. Una imagen totalmente deformada, irreal.
Porque, si alguna vez fueron algo semejante, hoy un ganadero está muy lejos de ser nada que se parezca a eso. Belén y Delfín, Sergio, Aroa y Jesús, Domingo, Pepe y Rosa, Iván... Todos los que yo he tenido la suerte de conocer aquí, en Rebordechao, son gente que quiere a sus animales. Que los cuida, que los trata siempre con atención e incluso mimo. Gente que, sobre todo, son buenas personas. Hombres y mujeres que no ven a las vacas y a los bueyes como si fuesen fajos de billetes con patas y cuernos.

"Mosquito" con su madre poco antes de morir / Sergio Basalo
Lo sé porque yo los he visto afectados. Los he visto llorar. Hombres y mujeres hechos y derechos, fuertes y recios, llorando en silencio, con tristeza, con rabia. Con los puños cerrados y los dientes apretados ante una vaca que, lentamente, agoniza. Mujeres y hombres que sufren por sus animales.
Hoy, nuestros ganaderos se descubren ignorados, abandonados... impotentes. Como me confesaba una noche Jesús Gómez, otro de los ganaderos afectados, quizá les hiciesen más caso si dejasen esos cadáveres ante las puertas de una dependencia pública. Pero no pueden hacerlo porque ahora mismo apenas tienen tiempo para buscar soluciones por sí mismos. “Ellos lo saben –me dice–, saben que no tenemos tiempo ni para respirar. Y por ese se aprovechan”.
Y así, es justamente esa palabra, impotencia, la que al final mejor describe el sentir de mis vecinos, que reclaman nuestro apoyo. Porque sienten que quienes deberían estar velando por sus intereses –que, no lo olvidemos, también son los nuestros– ahora mismo les están dando la espalda. Ellos solo piden que se les escuche. Y luego que actúen.
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