Muchos se preguntan ahora dónde están los demócratas. Tras las elecciones de 2024, la nueva oposición ha quedado noqueada, perdida y debilitada. El mensaje fue bastante claro: el pueblo ya no se identifica con su proyecto. Perdieron todos los estados bisagra y el voto popular. El partido de Clinton y Obama ya no representa a la clase trabajadora. Los identifican con las élites y los ricos. Burócratas acomodados en la capital. Marionetas de las grandes corporaciones. Prisioneros de sus donantes. Profesionales de la política que abandonaron a los obreros por los pronombres. Listillos de la Costa Este que desprecian a la América rural. Animales de ese pantano que el presidente republicano prometió secar. Este es el relato que se ha consolidado. Y los demócratas no saben qué hacer para encontrar un rumbo, un discurso, un eslogan. «El problema de los demócratas es que no tienen una frase pegadiza, como la del muro de Trump», decían hace poco en un pódcast de la derecha. Los demócratas han perdido la guerra cultural. O al menos es lo que se puede deducir de los últimos datos de audiencia. Según Media Matters, los conservadores dominan el ecosistema mediático de internet; de los diez programas más seguidos en Estados Unidos, solo uno de ellos es progresista. El trumpismo, en definitiva, ya es mainstream. Y los demócratas no parecen encontrar una respuesta común en este nuevo clima ideológico. Unos pretenden doblar la apuesta proponiendo abanderar con más compromiso las causas supuestamente derrotadas en las urnas (Alexandria Ocasio-Cortez), mientras otros se van aproximando a una centralidad digerible en las zonas interiores del país (Gavin Newsom). El «Times» publicó estos días una crónica interesante. En un mitin para una campaña del Tribunal Supremo de Wisconsin, Tim Walz, nominado en 2024 a la vicepresidencia con Kamala Harris, insultó a Elon Musk, enfatizando el hecho de que el millonario es un inmigrante. No ha sido el único. Marcy Kaptur, de Ohio, también cuestionó el patriotismo del dueño de Tesla. «¿A qué país es leal, a Sudáfrica, a Canadá o a Estados Unidos?». Nydia Velázquez, de Nueva York, dijo que Musk debería volver a su país de origen. Don Beyer, de Virginia, fue más lejos, afirmando que ellos mismos se encargarán de enviarlo de nuevo a su lugar natal. Este tono agresivo nos resulta familiar. Trump lo hizo con los mexicanos que cruzan la frontera. Ahora estos demócratas aplican la misma fórmula con un empresario procedente de un país angloparlante, un hombre blanco y poderoso. Aquí es importante realizar una distinción. Resulta paradójico que algunos de los que pretenden instaurar una identidad nacional homogénea también tengan sus propios orígenes en el extranjero. Pero no es un asunto menor que estos políticos hayan decidido recurrir al improperio y a la inmigración como estrategia. Sospechan que esto funciona con los ciudadanos estadounidenses. Que este tipo de declaraciones no solo las entienden mejor, sino que también las celebran (según el «Times», el público jaleó los insultos de Walz). Esta es una posición comprensible. Muchos votantes demandan una actitud más combativa. Están hartos de que sus representantes respondan con educación cuando el adversario los humilla públicamente; quieren que estos verbalicen su rabia y sus frustraciones. Sin embargo, no debemos olvidar que esta estrategia, si funciona, es porque Trump ha conseguido imponer su estilo en todo, incluyendo el modo en que nos comunicamos. Si los demócratas obtuvieran apoyo de los electores recurriendo a un lenguaje vulgar y xenófobo, estarían ganando a Trump, cierto, pero en el juego inventado por Trump. Él ha cambiado las reglas y ellos simplemente se adaptan con éxito al nuevo terreno. De esa forma, los demócratas pueden salir victoriosos en algunas elecciones (aunque, a largo plazo, la copia falsa no suele funcionar tan bien como la original), pero asumiendo con ello que Trump ha logrado algo mucho más importante, especialmente para alguien que decora sus ostentosos edificios con las letras gigantescas de su apellido: la transformación de un país cuya historia ya no podrá entenderse sin la era que él inauguró.