En verano de 1967 el inmenso Fabio Cudicini disfrutaba de un día feliz en las montañas del Carso, a poca distancia de su Trieste natal. Un lugar perfecto para encontrarse con la naturaleza y alejarse de las grandes aglomeraciones que inundaban aquellos días las ciudades costeras. Con 32 años a cuestas y algo cansado del fútbol, el portero meditaba sobre su futuro. Acababa de terminar la temporada en el Brescia, la última parada de una carrera en la élite que arrancó en el Udinese cuando tenía veinte años. Allí estuvo tres temporadas en las que se ganó la llamada de un equipo importante. Fue la Roma quien lo sacó de Udine para entregarle su portería durante ocho años en los que se ganó el respeto de la gente. Le llamaban Pennellone por su estatura (más de metro noventa) y su porte. Siempre serio, eficaz, vestido de negro. No era el más divertido ni el más loco de los porteros. Su importancia estaba en la sencillez, en la seguridad, en ese dominio del área que ejercía siempre sin alardes innecesarios pensados para la galería. En la Roma, donde formó parte de un equipo de enorme nivel, ganó una Copa de Italia y una Copa de Ferias y se mantuvo hasta pasada la treintena. Hubiera seguido con gusto durante más tiempo pero una lesión en la cadera redujo su participación durante la última temporada. El entrenador dio por hecho que estaba acabado y bloqueó cualquier posibilidad de estirar su contrato. Encontró cobijo en Brescia, el que consideraba su destino definitivo. Tal vez era hora de descansar. En esas cosas pensaba Fabio Cudicini aquel agradable día de julio cuando entró con su familia en una trattoria para comer. Allí se llevó una enorme sorpresa porque en el mismo comedor se encontró al gran Nereo Rocco, triestino como él, el auténtico padre del catenaccio. Lo conocía desde niño. Rocco había sido compañero de su padre en la Triestina, donde se habían hecho grandes amigos, por lo que desde muy pequeño se acostumbró a su presencia. Durante los años en los que Fabio comenzó a construir su carrera, Rocco se convirtió en uno de los grandes entrenadores de su tiempo y en el hombre que llevó al Milan a ganar su primera Copa de Europa en 1963. En los tiempos de descanso era habitual que se viesen en Trieste, la ciudad que les unía. Para Rocco ese verano de 1967 también era un momento especial porque acababa de cerrar una etapa discreta en el Torino y estaba a punto de regresar al Milan. Después de una comida agradable con sus familias, Rocco le planteó a Cudicini una pregunta con la que no contaba: «¿Fabio, quieres venir a Milán a jugar para mí?». Un silencio revelador se adueñó de la mesa y fue Serena, la mujer de Cudicini, quien tomó la palabra en medio del desconcierto general. —¿A Milán? ¿Lo dice en serio? Ahora mismo vamos a casa a hacer las maletas. Y así sucedió. El Brescia cerró un buen traspaso con el Milan y Cudicini pasó a sus 32 años de estar pensando en que tal vez era el momento de retirarse a instalarse en uno de los grandes equipos del continente. Rocco, que tenía otros planes, no había pensado en él hasta que se lo encontró en aquella trattoria de las montañas que rodean Trieste. De hecho, el Milan había intentado ese mismo verano el fichaje de Dino Zoff que a sus 25 años venía de impresionar en el Mantova. Pero el Nápoles se gastó lo que no tenía en su fichaje y Nereo Rocco tuvo que improvisar una solución que apareció de repente en un comedor delante de un plato de pasta. La idea era que Cudicini compitiese por la titularidad con los jóvenes Pierangelo Belli y Villiam Vecchi (cuyo nombre tal vez les suene familiar, porque durante muchos años fue entrenador de porteros de Carlo Ancelotti), que eran dos productos de la cantera milanista. En la carrera parecía que Belli iba ligeramente por delante, pero unas molestias físicas en el comienzo de la temporada hicieron que Cudicini se hiciese con la portería en la jornada cuatro y ya nadie fue capaz de moverle de allí. Cudicini rejuveneció en San Siro. Las numerosas voces críticas por su contratación no tardaron en apagarse a la vista del rendimiento ofrecido desde que Rocco le dio la titularidad. El técnico le apretó de lo lindo en lo físico y también en lo psicológico. «Dicen que te echaron de Roma porque ya no querías trabajar», le gritaba mientras su segundo lo bombardeaba de manera incansable. Así llegó al techo de su rendimiento a una edad en la que a la mayoría de los futbolistas se les apagaba la luz. Y el Milan se puso a ganar con Cudicini convertido en uno de sus habituales protagonistas. De este tiempo mantiene el récord de 1.132 minutos (más de doce partidos) sin encajar un gol en San Siro, un récord que aún perdura hoy en día. En la primera temporada se llevaron la Recopa de Europa y la Liga con una diferencia abismal de nueve puntos sobre el Nápoles. Eso le dio a los rossoneri la oportunidad de volver a la Copa de Europa para que Cudicini viviese posiblemente su tarde más apoteósica, la del nacimiento del ragno nero. En cuartos de final de la Copa de Europa el meta fue clave para que el Milan eliminase al Celtic de Glasgow (campeón dos años antes), que le sometió a un terrible castigo en Escocia, pero de donde salieron enteros gracias a las intervenciones de un milagroso Cudicini. Peor fue la semifinal ante el Manchester United. El Milan se había impuesto por 2-0 en la ida y parecía un buen colchón de cara a la vuelta teniendo en cuenta la solidez defensiva del equipo de Rocco. Pero no esperaban el infierno de Old Trafford, que Cudicini vivió como nadie porque los aficionados no pararon de lanzarle objetos toda la tarde, incluso anzuelos de pesca que se le llegaron a clavar en la espalda. El United liderado por la mejor versión de George Best fue un ciclón que no dejaba respirar a los milanistas. La intensidad y la violencia se desbordaron en medio de aquella locura hasta el punto de que Nobby Stiles –Nosferatu– embistió a Roberto Rosato y le dejó sin dos dientes ya en el primer tiempo. Bobby Charlton marcó el único gol del partido en el minuto 70, que fue insuficiente para los ingleses porque todo lo demás lo paró Cudicini, vestido con su habitual indumentaria negra. Balones, hierros, bolas de acero… incluso un zapato le lanzaron desde la grada. Todo acabó en su cuerpo. Fue su tarde de gloria. A la conclusión del partido Matt Busby lo resumió con claridad: «Spiderman estaba en el campo, no era posible hacer más. Ya habíamos visto a este portero contra el Celtic. Fantástico. Pensamos, es como Yashin, una gran araña vestida de negro. Pero también pensamos: somos el Manchester United y a las arañas, a todas las arañas, podemos aplastarlas y quemarlas. Pero nos equivocamos». Ese partido legendario en Old Trafford hizo que compartiese apodo con el ruso Yashin (en Italia se convirtió en el Ragno nero). El Milan ganó semanas después la Copa de Europa tras aplastar en el Bernabéu al Ajax de un jovencísimo Cruyff. Ese día Cudicini apenas tuvo que emplearse a fondo porque el ataque italiano liquidó a los bisoños defensas holandeses. El año 1969 acabó con el equipo de Nereo Rocco conquistando por primera vez la Intercontinental tras superar al Estudiantes en un partido marcado por la violencia empleada por los argentinos en el choque de vuelta. Los palos fue la única manera que encontraron para tratar de equilibrar la superioridad milanista. Cudicini, a los 34 años, cuando nadie le esperaba, se había convertido en campeón de Europa y campeón del mundo. Jugó unos años más, hasta que en 1972, después de ser campeón de Copa y tras perder la Liga por solo un punto con la Juventus, decidió marcharse a descansar en compañía de su mujer Serena, de sus cuatro hijos y a poner en marcha la empresa de revestimientos y pavimentos de la que viviría el resto de su vida hasta que esta semana su corazón se detuvo a los 89 años.